Desde la mesa en la que escribo estos días veo un grupo de postadolescentes bañándose en la piscina. Suelen ser unos diez y pasan largos ratos chapoteando en la parte menos honda y haciendo como que se persiguen y dan caza. Llevan coloridas toallas que extienden en la zona del césped que han conquistado en su nombre y ahí las dejan media mañana. Parece importarles poco lo de los virus y los contagios y tampoco me extraña. Sus pensamientos y hormonas están destinados a otros menesteres pero no es eso de lo que venía a hablar. Les veo felices, despreocupados, riendo, haciendo el pavo. Ellos con sus cuerpecitos delgados y musculados, de vello incipiente y bañadores por la rodilla. Ni rastro de un speedo, que es cosa de viejos. Ellas con sus bikinis, sus melenas largas y sus gafas de sol incluso en el agua. Les veo y siento un enorme alivio por haber pasado ya la juventud. Les veo y siento, a la vez, un regusto tirando a agrio. ¿Cómo debe ser esto de sentirse integrado? ¿Cómo hubiese sido mi adolescencia si hubiese sido ese chico delgado, fibroso y popular?
No puedo decir que mi infancia y adolescencia fuesen un infierno. Sería faltar a la verdad y menospreciar a los que sí han sufrido en sus carnes. Yo, simplemente, vivía y sobrevivía. Pasaba los veranos mirando por la ventana en esta misma mesa en la que me siento ahora. Leía mucho, veía películas y, por suerte, podía coger un autobús que me llevaba donde estaban mis amigos del día a día. Tardé muchos años en reunir el valor de acercarme a los que entonces conquistaban el césped con sus toallas para intentar hacerme amigo suyo. Al menos, lo conseguí. Por aquel entonces yo ya había madurado y lo de ponerme en bañador delante de ellos era una opción que ni contemplaba ni iba a ocurrir nunca. Y sí, qué más dará, cada uno es como es, pensará alguno. Todo lo vemos ahora con el peso de la edad y el cambio de las circunstancias, pero que se lo diga a aquel chico que no sabía todavía que era gay y que pasaba los días leyendo solo. Me da que no le haría demasiado caso.
No son pocas las veces que me gustaría chasquear los dedos y pasar a formar parte de eso que se llama normativo. Entrar en el cánon y que todo sea sencillo. Que la gente te haga caso, que siempre encajes y que te puedas quitar la camiseta en mitad de la calle y a tu paso solo escuches suspiros. Que tu presente sea sencillo y tu futuro, prometedor. Que los likes se cuenten por centenares cada vez que subes una foto y que tu cuenta corriente garantice la aceptación en todo tipo de ambientes. Que seas simpático, correcto, divertido y te entre una talla de Zara sin tener que meter tripa. Que disfrutes de vacaciones constantes y numerosos amigos tan encantadores y atractivos como tú. Que el mundo esté hecho para ti y lo tengas tan asumido que ni pienses que eres la norma por la que se rige todo. Y puede que, al final, no sea más que un mortal aburrimiento, una fachada que esconda mucha miseria pero experimentarlo por un día tampoco sería un crimen, ¿no? Bienvenido al mundo que te prometieron y que nunca vas a conseguir. Posiblemente sea un desastre pero te gustará. Vaya si te gustará.
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Foto: Tom Bianchi.