Te vi sufrir demasiado. Tanto que ya no sabías ni qué hacer conmigo. No lo puse fácil, lo reconozco. Tampoco yo tenía muy claro cómo sobrellevarme. El miedo me paralizaba a diario. Vivía esperando su llegada, temeroso, asustado, completamente vencido. Vagabundeaba por casa sin vida y me cruzaba con tu mirada. Me enfadaba cuando no respondías como yo esperaba. Tampoco es que supiese qué quería exactamente. Así pasaron semanas, meses. Toqué fondo y creí volver a resurgir antes de lo que esperaba. No funcionó. La cosa iba para largo y tú estabas ahí. Sigues estándolo, de hecho. Y yo sigo sin ponerlo fácil.
Pasaron los años, las mudanzas y las casas. Volvió el miedo. Los lloros sin sentido, la mano en el pulso y el sufrimiento por lo que vendrá. Hice maletas y busqué el mismo refugio. Ni siquiera podía vocalizar cuando hablaba por teléfono. Sé que volviste a sufrir. A no saber qué decir. Me obligué más que nunca. No podía dejarme vencer de nuevo. Puse empeño, ganas y distancia. Sabía que no iba a ser sencillo. No lo fue la otra vez. Me agoté y te quité energías. Te volcaste en mí, en mi tranquilidad y no tengo muy claro si supe valorarlo. Pasaron las semanas, los meses y poco a poco, recuperé mi sitio. Vino como llegó. Y hasta ahora. O eso creo.
No es que no vea al miedo agazapado. Me muestra mi vulnerabilidad a diario y hago como que paso. Ni él se lo cree, ni yo tampoco. Pienso en que esto puede acabarse en cualquier momento y me mortifico por hacerlo. ‘No vayas por ahí’, me repito sin convencerme. Me hago el fuerte. Creo que no engaño a nadie. ¿Algún día terminará esta sensación? Hace siete días cumplí 36 años. Puede parecer una nimiedad. Para mí es un abismo. Uno para el que no sé si estoy preparado.