Enchufo el aleatorio de canciones francesas y paseo por la calle que me gusta. Una con muy mala fama. Por pija, no por sórdida. Hasta en eso termino cayendo en el cliché. Árboles que llegan al segundo piso, imitación de adoquines y aparcacoches que esperan a su próximo cliente. Llevan manga larga y sudan. La pretensión de elegancia casa poco con los brazos al aire. Subo y bajo la misma calle varias veces. Doy un pequeño rodeo por el miedo al qué dirán. Como si me importase. Como si las ciudades no fuesen la excusa perfecta para dejar salir la locura. Imagino que anoto frases, ideas para una novela que nunca llega. Me creo escritor y ando como si lo fuese. Los cascos puestos y las gafas de sol resbalando por la nariz. No dejo de ser un transeúnte cualquiera, aunque las canciones que suenan en mi cabeza digan lo contrario. Creo que esa calle es mía. Que nadie más la disfruta. Que paseo solo, que el tiempo ha parado, que nada malo puede pasar. ¿Será el miedo? No sé, aquí me siento seguro.
Con dos golpecitos pongo la repetición infinita. Que nada destroce este momento. Poco importa que lo repita cada semana, cada día si pudiese. Sigue siendo especial. El refugio que me he construido para soportar los cambios. Esos que siempre consiguen desestabilizarme. La manía de tenerlo todo controlado. ¿Cómo se cambia eso? Repaso mentalmente el libro que traigo entre manos. Uno de los dos, de hecho. ‘Pongamos que te llamo. Pongamos que lo hago de verdad‘. Qué mala es la felicidad para la creación. Escribir desde la desesperación, desde el llanto aunque suene a cursilería, a frase de entrevista con papel brillante de semanario. Del mrwonderfulismo no se vive. No me molesto ni siquiera en levantar la vista. En mi calle, los coches se detienen, las bicicletas vuelan. En mi calle, los ruidos no existen. En mi calle, suena Vincent Delerm aunque nadie se dé cuenta. En mi calle, nada malo puede pasarte.
Avisto la cafetería de la esquina y doy la vuelta. La realidad vuelve a acecharme aunque intente evitarla. El tecleo furioso para cumplir los plazos. Los correos, los mensajes, los nervios en el estómago. Yo, que nunca había sido una persona nerviosa. Atravieso pequeños grupos de turistas despistados y emprendo la vuelta a casa. Ellos no lo saben pero me miran. El calor sofocante, las manos sudadas. La presión en el pecho. Mañana vuelvo, me repito. Sigue sonando la música francesa. Lo prometo.