Yo no tuve una infancia triste. Tampoco la pasé entre libros. Sí leí, claro. Veranos rodeado de montañas de novelas para mitigar ese empeño -ahora entendido- de trasladar el hogar a un destino menos caluroso. Por suerte, tampoco demasiado lejano. No fui un niño solitario. Ni triste. Ni inventé amigos imaginarios. Ni les llamé en alto con las ventanas abiertas para que los demás supiesen que existían. No saqué malas notas. No fui mal estudiante. De hecho, fui uno bastante bueno. Escribía, sí, pero tal como hacía otras cosas. No encajé con algunos, con los que se entregaban al deporte -qué horror-. Sí lo hice con otros. Me lo pasé bien, vamos. Disfruté. Igual que continúe haciendo cuando ya no era tan niño. He sufrido por chorradas. También por otras cosas que no lo eran tanto. Me he percatado de ser más fuerte de lo que pensaba. Y mucho más débil. No paro a la gente por la calle para que me cuenten sus peculiares existencias. No me dejo llevar por el viento a la espera de nuevas experiencias. Ni lo hago, ni lo intento. No soy una persona solitaria, aunque fantaseo con serlo. Tampoco vivo preso de una sociabilidad enfermiza. No frecuento fiestas, eventos, ni conciertos. No los echo de menos. Me gusta tener mi casa ordenada. Más de lo que debería estarlo. Trabajo sin descanso por el bien de mis facturas. Trato de ser simpático. No siempre lo consigo -¿acaso alguien lo hace?-. No cuento con una corte de admiradores. Tampoco de detractores. No alecciono desde mi altavoz, ni consigo trending topics con el arte de mi prosa. Consigo euros, que bastante me cuesta. Me gusta la televisión, se me olvida regar las plantas y trabajo, a ratos, en una revista del corazón. No fumo, no trasnocho y tampoco me alimento de cerveza. Ay, yo que quería ser escritor… Qué mal camino he elegido.
Disiento en algo: sí tiene usted una corte de admiradores. No sé si mayor o menor en número pero seguro que entregada 🙂