Y llega un momento en que las estrellas se retiran, dejando atrás el mito de morir en el escenario, de fallecer cantando, de recibir un óscar honorífico en silla de ruedas. Claro que la mayoría no lo consiguen, no lo del óscar que, al fin y al cabo, no resulta una tarea tan complicada, sino lo de mantenerse firme en el retiro. Tentadoras sumas de dinero, portadas y reportajes, revolucionarios tratamientos, estrellas en el paseo de la fama, una llamada de Tarantino, cualquier excusa es buena para protagonizar una aparición estelar en un late night y abrazar la fama como si nunca se hubiera marchado. Y quien dice un late night, dice un concierto de fin de año en Las Vegas, una portada en el Vanity Fair a cargo de Testino, un disco de duetos o una gira por casinos y pequeños teatros, la forma importa poco… Pero es entonces cuanto encuentras a una estrella firme en sus propósitos, que rechaza participar en inauguraciones planetarias, que incluso reniega de sus propios éxitos, y no es que las bragas se caigan al suelo, es que directamente se volatilizan. Todo empieza a cobrar sentido, las moléculas se reorganizan, la justicia poética se desmateraliza y uno, por fin, puede confiar en la armonía cósmica. Menos mal.